Antes
que se haga extemporánea esa sensación placentera que siento de un viaje que
hice con Yvonne semanas atrás, es indudable que lo que apreciamos,
interpretamos o sentimos, depende gran parte de cómo lo aprecias, te lo interpretan
e interpretas, y cómo quieres sentir.
Viaje
largo hasta llegar donde debimos hacerlo. Empezó la aventura en Sicilia; lugar
y gente diferente, particular, latinos, de largas raíces, de hablar alto.
Me
propuse un reto meses atrás, deportivo
para muchos pero inmensamente significativo para mi, cruzar nadando el Estrecho
de Messina. Este, aquel que separa
Sicilia del resto de Italia, y que en todos los mapas del mundo lo vemos en la
parte baja de la “bota”.
Horas
y horas nadé en casa durante muchas semanas para llegar aquel momento de estar parado
desde temprano de aquel domingo en el lado norte de esa ciudad orillera de pescadores de "pez espadas", mirando la otra costa que no conocía y donde debía llegar.
Amaneció
lloviendo; la información recibida que en esa época nunca pasa. Sus aguas oscuras te indicaban que no eran
iguales como las que rodean mis islas, pero a la final pensé son las mismas. Al fin y al cabo mares diferentes, pero un
solo océano.
Los
botes preparados; “Giovanny” nadador y pescador local quien organizó la cruzada
no dejaba de gritar, o mejor dicho, de hablar o dar indicaciones. Éramos nadadores de diferentes lugares de
todas las edades, familias, ajetreos, botes, mucha gente de soporte; quizás yo era entre los participantes parte
de los mayores. Rayos de luz empezaron
abrirse entre las nubes, los tonos de azul se ampliaron en el agua, Yvonne ya
en uno de los botes, el grito de salida mientras el pulsómetro no se
activaba…empezamos a nadar!
Brazada
y brazada, intentando agarrar ritmo sin dejar de avanzar, Yvonne ahí en la cubierta
del barco podía verla entre cada
respirada. Ella siguiéndome en mis locuras, y en cambio yo viendo lo inmensamente
lejana que estaba esa otra orilla.
Habrán
sido a los trescientos metros, que de un momento a otro una corriente de agua helada que
nunca había sentido antes me agarró; no era fría, era helada. Era uno de los pocos que nadé sin traje a lo
galapagueño o a lo “yo mismo”. Me oprimió
el pecho y los pulmones, no podía sincronizar la respiración, y me faltaba
aire, dudé si podría… pero se me vino en cascada a mi mente la cantidad de
amanecidas y horas nadadas en la Estación Darwin, mi mujer que estaba ahí luego de tremendo viaje desde Guayaquil hasta
llegar a donde estábamos en este instante, en Adriano y Kiara que les paso
repitiendo que hay que esforzarse hasta el final, y yo ahí, en medio de una
temperatura helada que me tenia a punto de renunciar, con mis 54 años de edad
congelándome, tan solo me repetía: sigue, sigue…sigue.
Al
kilometro de nadar a ese paso, que me parecía eterno cada búsqueda de aire
y ordenarme a mi mismo que no hay
opciones, salí de esa corriente y ya
enfocado en un ritmo, pero en cambio, al grito de mi bote acompañante hacerme saber que estaba desviado del rumbo.
Como
una vida! para enrumbarme tuve que nadar otro kilometro más; mis ojos eran
húmedos envuelto en pensamientos, recuerdos, mis vacaciones de niño, mis
padres, mi vida, las nadadas en Ayangue, mis temores, caídas, inicios , y más
inicios, amores, y que solo somos
cuerpo, alma, espíritu, y voluntad.
Reiterar
que lo más importante en la vida es estar agradecido por todo, como por ese sencillo privilegio de estar ahí cruzando un canal de mar y haciendo mi propia historia, que a la final
es un granito para la de los míos. Era
necesario hacerlo? solo estará en mi la respuesta. Solo nos queda “vivir para contarla”.
Qué
diferente son las aguas del Mediterráneo con las del Pacifico y muy en especial
con las de Galápagos. Pero estando ahí
afloraban tantos autores, tantas canciones escuchadas y cantadas; tantas
narraciones, lo poco que sé de historia universal y de gentes por siglos que
las han cruzado haciendo de este mundo lo que es, me los imaginaba ahí, viendo
las mismas montañas y sintiendo las
mismas fuerzas que pasan por ahí
siempre.
Seguía
con ese mar movido entre mis brazos entre cada brazada para impulsarme. Lo abrazaba, de
hecho el nadar en mar abierto y lo leí
por algún lado es: “abrazar el mar”.
Al
tercero o entrando al cuarto kilometro volví a estar en otra corriente helada,
pero yo ya no era el mismo, aun estando más cansado ya sabia cómo
sobrellevarla, la otra orilla se veía más clara, divisaba ya casas, y sabia que
esa misma corriente me daban esa razón, energía, deseos, sí… ese deseo
inconmensurable que siempre tengo a todo, y que por tal no significa que todo
sea racional.
Peces muy pequeños veía, la orilla se
acercaba, el del bote que me acompañaba creo que lo llevaba aburrido. Los otros nadaron mas rápido que yo, pero ya
estaba en lo mío me estaba ganándome a mi mismo. Entre mi brazo derecho y las bocanadas de
búsqueda de aire vi la hermosa sonrisa de Yvonne con esos ojos verdes intensos
que han llenado parte de mi vida, que seguía en el bote sobresaliendo. Supe que
había viento porque su cabello se movía. Sentí agradecimiento, siento
amor.
Ya
veía aquellas piedritas redondas en el fondo mientras nadaba…estaba llegando, seguí
braceando, puse mis pies en tierra, apagué el pulsómetro, sonreí desde adentro!
Sonrisa que solo la vio el reflejo de aquel mar
que me acompañó las casi dos horas de estos especiales cuatro kilómetros
y medio que nadé.
El
beso de ella, ponerme una chaqueta, y regresar a bordo de ese clásico bote
pesquero siciliano al puerto de salida, entre los gritos o instrucciones de
este nadador de la zona que
entiendo es una leyenda viviente de la
natación: “Giovanny”
Creo
que en el pasado Albert Camus escribió sobre mi aún cuando no termino yo
todavía de vivir.
“ En mitad del invierno,
encontré en mi, un verano invencible”.
El viaje
continuó, pero seguirá en otras líneas….
Santa
Cruz, Galápagos.
15
de julio 2017.
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